Por una Historia del Derecho ancha y ajena

Indudablemente la historia se hace con documentos escritos. Pero también puede hacerse, debe hacerse, sin documentos escritos si éstos no existen. Con todo lo que el ingenio del historiador pueda permitirle utilizar para fabricar su miel, a falta de las flores usuales. Por tanto, con palabras. Con signos. Con paisajes y con tejas…  

Lucien Febvre, Combates por la Historia. 1982 [1953]. (1953, 232)

Para el gran historiador Lucien Febvre era necesario hacer hablar a todo tipo de fuentes para mejorar nuestra comprensión de los procesos históricos. Por eso denunciaba que la persistencia del viejo tabú, solo harás historia con textos, impedía la apreciación de otros testimonios, evidencias o rastros significativos necesarios para profundizar la indagación histórica. Si bien esta observación es válida para todo tipo de épocas, actores y escenarios, es particularmente certera para rastrear las historias y memorias subterráneas o silenciadas de los sectores subalternos.

En los Andes del Perú, por ejemplo, la historia legal de pueblos indígenas y comunidades campesinas se encuentra plasmada en una ingente documentación resguardada en los archivos estatales. Pero también lo está en los archivos familiares[1] y comunales (Revilla/Quisbert), y en las narrativas y rituales de legitimación y reivindicación de derechos que se cultivan en esos escenarios. Para ampliar la comprensión de la Historia del Derecho en los Andes será necesario, entonces, aproximarse a esas fuentes, lejanas para el historiador que solo escudriña los repositorios estatales o decretadas invisibles porque no sobrepasan el umbral de fuente histórica (i.e., documental). Ello requiere ensayar aproximaciones dialógicas y participativas para vincularse con los pueblos y comunidades que no solo están protagonizando su propia historia, sino que también la están documentando, tanto reflexivamente, gracias al trabajo de sus peasant intellectuals (Feierman),[2] como performativamente, merced a la praxis cotidiana y ritual de su normatividad local. Como recientemente le comentaron a Thomas Duve en Bolivia los participantes en un taller de historia oral, antes “nos entrevistaban, pero otros escribían”. Ahora, gracias a proyectos como el de la Memoria Oral Boliviana,  son los propios campesinos e indígenas los que la están escribiendo.

Desfile cívico, Huarochirí, Lima © Armando Guevara Gil

Para realizar ese ejercicio dialógico entre la disciplina histórica del Derecho y la historia local, indígena o campesina, es menester apelar a la vieja pero útil distinción entre las aproximaciones emic y etic. Inicialmente desarrollada por Kenneth Pike en los años 1940 para diferenciar entre la fonémica y la fonética en los estudios lingüísticos, fue retomada para la Antropología por Marvin Harris y Clifford Geertz, y para la Historia por Carlo Ginzburg, entre otros. Su propósito es diferenciar las perspectivas de los insiders y outsiders, de los actores y observadores, es decir, distinguir entre las aproximaciones científicas u objetivas de la ciencia moderna y el evasivo native´s point of view que Bronislaw Malinoswki tanto reclamara.[3]

Naturalmente que no es suficiente plantear estas perspectivas como líneas paralelas que jamás se cruzan. La Antropología, la microhistoria, la lingüística comparada o la agro-ecología enseñan todo lo contrario. Es muy fértil y aleccionador cruzar miradas, fecundar saberes. Evita caer en un realismo naive y relativista, vanamente celebratorio de la diferencia. En el caso de la disciplina histórica, se trata de ensayar generalizaciones y aproximaciones sintéticas enriquecidas por el bagaje adquirido en esa inmersión emic. Y, cuando se trabaja dialógicamente con intelectuales indígenas o campesinos que ensayan su propia interpretación de la trayectoria histórica de sus pueblos, también se debe reconocer el valor intrínseco de esa intelección. Veamos dos ejemplos al respecto.

En sus desesperados esfuerzos por anclar a la nación criolla en la historia andina, la escuela peruana enseña que hay dos mitos sobre el origen del imperio de los incas (ergo, sobre el Perú actual). El de Manco Capac y Mama Ocllo, quienes emergieron del lago Titicaca y se encaminaron al Cuzco para fundar la capital imperial. Y el de los hermanos Ayar, quienes surgieron de las cuevas de Tampu T´oqo en Pacariqtambo para iniciar un recorrido mítico que los llevaría, finalmente, a erigir la ciudad cuzqueña.

Mito de origen de los hermanos Ayar, Tampu T´oqo, Pacariqtambo. Guaman Poma de Ayala, Felipe. 1615. Nueva Corónica y Buen Gobierno.

Ahora, como ha demostrado el antropólogo Gary Urton (1990), los mitos adquieren vigencia social al interior de los cambiantes contextos históricos, políticos y legales en los que se enuncian. Por ejemplo, entre el siglo XVI y XVIII, los caciques Callapiña apelaron al mito de los hermanos Ayar para entroncarse con los linajes de los héroes fundadores del imperio, vincularse a la nobleza inca y exigir las precedencias y exoneraciones tributarias correspondientes.

Hoy, en cambio, los ayllus (grupos de parentesco) y comunidades de Pacariqtambo lo invocan para afirmar su preeminencia frente a otros pueblos en la mitohistoria del distrito. También para recrear ritualmente, a través de las fiestas religiosas sincréticas propias del Catolicismo andino, sus relaciones estructurales de reciprocidad o subordinación con otros ayllus o comunidades ubicados a la vera del recorrido mítico de los hermanos Ayar.

Como se puede intuir al repasar estos dos episodios, la aproximación planteada por Urton es sumamente aleccionadora para una historia legal que pretenda ir más allá de la lectura positivista de sus fuentes documentales y aspire a entrar en diálogo con las interpretaciones históricas locales y con la teoría y métodos antropológicos, entre otros. Cualquier estudio histórico-jurídico sobre aguas, tierras, normatividades vigentes u organización político-administrativa de esa región tendría que tomar en cuenta este tipo de aportes y miradas.

El segundo ejemplo proviene de la sierra de Lima, Perú. En su fascinante estudio sobre el proceso de formación de una identidad “no étnica” ni “indígena” en la comunidad campesina de Tupicocha (Huarochirí), el antropólogo Frank Salomon (2002) documenta cómo los comuneros interpretan su archivo histórico y su legado arqueológico para afirmar su identidad local y, a la vez, renunciar a su herencia indígena, sinónimo de racismo y subordinación.[4]

Gracias al trabajo colaborativo que desarrolló con el historiador campesino don Modesto Rojas Alberco, Salomon detectó los fundamentos mitohistóricos de esa autodefinición identitaria. Para formularla los tupicochanos recurren a una (re)lectura de la Provisión General del Conde de Lemos de 1670 que les ordenaba el pago del tributo indígena y prescribía las normas para solicitar su reducción (retasa). Lo interesante es que, gracias a una transcripción paleográfica errada para los estándares de la diplomática, la Provisión de Lemos se convierte en el Auto de los Muertos de 1670, un documento que certifica que los tributarios indígenas de esa época se suicidaron en masa. Esta relectura es conjugada con una interpretación ad hoc de las ruinas y tumbas arqueológicas aledañas a la comunidad en las que están sepultados los gentiles, sus ancestros de tiempos inmemoriales. Para los comuneros de hoy, en esos entierros yacen los restos de sus antepasados, de aquellos que cometieron un suicidio colectivo para librar a sus descendientes del pago del tributo, símbolo de la opresión colonial. 

En esta interpretación local de fuentes documentales y arqueológicas, las siguientes generaciones de tupicochanos fueron emancipadas del gobierno colonial, de sus propios caciques y de la condición de indígenas (sinónimo de tributarios hasta bien entrado el siglo XIX). Ese “suicidio étnico” les permitió adquirir el status de comuneros libres. De ahí que rechacen categóricamente ser “indígenas”, defiendan amplios márgenes de autonomía comunal y, como diría Salomon, disfruten de “autosuficiencia intelectual” (2002, 492).

Sierra de Huarochirí, Lima © Armando Guevara Gil

El resultado de esta aproximación dialógica es notable. Harían bien los antropólogos e historiadores obsesionados con la diferencia étnica y cultural, y con la “indigeneidad”, por ejemplo, en prestar más atención a los procesos de intelección locales, indígenas o campesinos.[5] Si lo hicieran, tendrían que dejar de imponer categorías y clasificaciones etic a sus sujetos de estudio y no empezarían sus trabajos escribiendo las conclusiones.

Por su parte, los historiadores del Derecho interesados en ampliar la agenda de trabajo de la disciplina tendrían que cooperar no solo con sus colegas del mundo académico para incorporar aproximaciones teóricas y metodológicas enriquecedoras.[6] También tendrían que aprender a “leer” fuentes alternativas como los rituales y las acciones sociales performativas. Y, sobre todo, dialogar con las colectividades y sus intelectuales, sean estos indígenas, campesinos o subalternos, a la par que ensayar una comprensión contextualizada y conjunta de las fuentes documentales resguardadas en los archivos familiares, indígenas o campesinos.

Recuperar las narraciones históricas en sus lugares de enunciación (espacial, temporal, cultural) contribuirá a forjar una disciplina alternativa, dialógica y plural, “beyond the parameters of Euro-Anglo-American modernism” (Duve 2023). Solo así estaremos en condiciones de esbozar una Historia del Derecho ancha y ajena[7].


[1] Por ejemplo, Urton, Gary. 1990. History of a Myth: Pacariqtambo and the History of the Incas. Austin; Guevara Gil, Armando. 1993. Propiedad agraria y Derecho colonial. Los documentos de la hacienda Santotis. Lima; Escalante, Carmen y Ricardo Valderrama. 2020. “Ayllus incas, tierras del sol y agua del Huanacauri en Sucsu Auccaille, San Jerónimo, Cusco.” Anthropologica 38(45), 161-185.

[2] Ver, Feierman, Steve. 1990. Peasant Intellectuals. Anthropology and History in Tanzania. Madison; Salomon, Frank. 2002. “Unethnic Ethnohistory: On Peruvian Peasant Historiography and Ideas of Autochthony.” Ethnohistory 49(3), 475-506. Salomon discrepa del adjetivo y prefiere llamarlos fellow intellectuals.

[3] Ver, Mostowlansky, Till, and Andrea Rota. 2023. “Emic and etic”. In The Open Encyclopedia of Anthropology, Stein/Geertz/Clifford (eds.), 1974. “‘From the native’s point of view’: on the nature of anthropological understanding.” Bulletin of the American Academy of Arts and Sciences 28(1), 26-45; Malinowski, Bronislaw. 1922. Argonauts of the Western Pacific. London.

[4] Lo interesante del caso es que no se trata de una versión local. Salomon señala que el relato del “suicidio indio masivo” tiene una significativa difusión regional (2002, 490). El fascinante libro de Sara Bennison, The Entablo Manuscript. Water Rituals and Khipu Boards of San Pedro de Casta, Peru (Austin: University of Texas Press, 2023) ofrece la transcripción de un compendio de normas sobre los rituales de agua redactado en 1921 que se halla en el archivo comunal de Casta.

[5] Posturas críticas al respecto en Herzog, Tamar. 2023. “The Uses and Abuses of Legal Pluralism: A View from the Sideline.” In Law and History Review 1-12; y Guevara Gil, Armando. 2022. “Indigenous Peoples, Identity and Free, Prior, and Informed Consultation in Latin America.” In The Oxford Handbook of Law and Anthropology, Foblets/Goodale/Sapignoli/Zenker (eds.), 153-173.

[6] No está de más enfatizar mi absoluto respeto por todas las formas y modalidades de cultivar la historia del Derecho o cualquier otra disciplina. Lo importante, al final, es la honradez intelectual.

[7] Alegría, Ciro. 1941. El mundo es ancho y ajeno. Santiago de Chile. 


Cite as: Guevara Gil, Armando: Por una Historia del Derecho ancha y ajena, legalhistoryinsights.com, 05.03.2024, https://doi.org/10.17176/20240305-144616-0

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