¿Un parche en una nalga, cuando el dolor es de muela? A propósito de los 15 años de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los pueblos indígenas

Hace 15 años, el 13 de Septiembre de 2007, fue votada en Asamblea General la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (UNDRIP por sus siglas en inglés). A pesar de los votos en contra que en su momento tuvo, en general se ha llegado al consenso sobre el impacto positivo que la Declaración ha tenido para la protección de los pueblos indígenas del mundo. Este consenso se ha reivindicado en las diferentes conmemoraciones que se han hecho a lo largo de estos años en el 2012, 2015, 2016 y 2017. Como lo señala la página web de las Naciones Unidas sobre la Declaración, estas conmemoraciones “proporcionan un espacio para que los Estados, las agencias, fondos y programas de las Naciones Unidas y los pueblos indígenas evalúen los progresos y desafíos en la implementación de la UNDRIP en todos los niveles.”

Aunque siempre se han mencionado los importantes desafíos que sigue habiendo para que los principios de la declaración sean una realidad, las conmemoraciones, por supuesto, han hecho énfasis en los grandes logros de la misma. Para su décimo aniversario, por ejemplo, nos queda el documento audiovisual que anexo acontinuación, el cual me sirve de punto de entrada para discutir algunos aspectos que considero claves para pensar en los alcances de la UNDRIP en estos 15 años.

El video es celebratorio, y enumera en múltiples lenguas el papel que ha cumplido la Declaración en las luchas de los pueblos indígenas alrededor del mundo. Cada hablante aparece con su traje distintivo; la música de fondo y las imágenes que la acompañan hacen sentir al expectador la satisfacción de la tarea bien hecha, del deber cumplido. Plasma la idea de que gracias a la Declaración, ahora si (porque antes no) las causas indígenas han podido ser escuchadas, los litigios están siendo históricamente ganados y  que gracias a la comunidad internacional, los y las históricamente silenciados pueden tener la justicia que sus estados no les habían dado. Pero ¿qué es lo que el video no muestra y cómo ese silencio encara otras realidades? ¿cómo leer este documento desde el presente y desde nuestros propios contextos?

El caso colombiano

En el 2007, la UNDRIP fue adoptada por 143 estados, 4 se declararon en contra y 11 se abstuvieron de votar. Dentro de estos últimos estuvo Colombia, quien fue el único país latinoaméricano que no adoptó la Declaración en esa fecha. El representante de la época, Jairo Montoya, presentó varios argumentos para explicar la abstención (cfr. A/61/PV.107, p. 18-20). El primero, fue la tradición que ya tenía Colombia en materia de la defensa de los derechos de los pueblos indígenas, la cual se había plasmado constitucionalmente en el año de 1991. En su intervención, señaló los avances que se habían logrado en el país a nivel jurídico y enumeró los espacios que el nuevo marco constitucional había abierto para pensar el diseño de políticas públicas participativas e incluyentes en materia étnica. Así, la abstención se sustentó en las contradicciones que, según la delegación colombiana, produciría la adopción de la Declaración en el orden jurídico interno. En particular se mencionaron los artículos 19°, 30° y 32° de la Declaración, los cuales hacían referencia a la consulta con las comunidades en el uso de sus territorios por las fuerzas armadas y en el papel de la consulta previa -en particular la posibilidad de veto plasmado en la nueva normativa- en materia de proyectos relacionado con las explotación de recursos naturales. Ambos aspectos eran centrales para Colombia: un país en guerra y en el que la economía minera era (y sigue siendo) uno de los principales motores de crecimiento económico. Ahora bien, a pesar de la abstención del 2007, Colombia ratificó la Declaración en el 2009, debido al papel que algunos de sus artículos podían brindar para prevenir el desplazamiento forzado y proteger a la población indígena en medio del conflicto armado.

Ahora bien ¿qué nos dice hoy el caso colombiano? Considero que la relación de Colombia con la Declaración plantea varias disyuntivas sobre las que considero clave pensar. La primera, es la de recalcar que la reflexiones sobre la Declaración deben hacerse desde los contextos y las historias locales, siendo conscientes de las profundas diferencias que existen alrededor del mundo frente a la pregunta por quiénes son los “indígenas” y cuáles son sus problemáticas alrededor del mundo. La segunda, que los análisis sobre los alcances de la Declaración no pueden centrarse en visiones superficiales sobre la cultura y la identidad, sino comprenderse en relación con los sistemas económicos y políticos que perpetúan diferentes formas de opresión y que dan forma a las luchas identitarias y; tercero, que las categorías sobre las que se regula están en continua transformación y necesitan de diseños jurídicos que surjan de las comunidades y tomen en serio sus reclamos.

¿De qué hablamos cuando hablamos de contextos?

Si de leyes se trata, Montoya estaba en lo cierto: Colombia tiene una larga tradición en creación de leyes que sirvieron de mecanismo para proteger las tierras comunales indígenas (resguardos), a pesar de que el alcance real de estas leyes haya sido limitado y que no hayan sido creadas específicamente para proteger los territorios, como es el caso de la ley 89 de 1890. Las luchas por los derechos de los “indígenas” en el país pueden ser rastreadas desde los inicios de la República, en tanto categoría jurídica que existe en las leyes colombianas desde 1821 a la que apelaron los otrora “indios” para reclamar derechos de tierras. Ahora bien, esa indigeneidad siempre estuvo en disputa y fue concebida de forma muy distinta a lo largo de toda la vida republicana. Las demandas, formas de organización y movilización, así como la cohesión de los grupos que se incluyeron dentro de tal categoría a lo largo de todo el país, fueron -y siguen siendo- contextuales y han estado inmersas en muy diversos tipos de disputas jurídico-políticas. El siglo XX, en particular, incubó formas muy diversas de pensar la ciudadanía indígena. No sólo se pensaron formas sofisticadas de movilización y organización, sino que también se diseñaron distintas estrategias de litigio, creando nuevos principios jurídicos, como el Derecho Mayor, que se fueron popularizando a lo largo del territorio y que serían claves para dar forma al principio de “autonomía” desde lo práctico. El llamado Manifiesto Guambiano, escrito en los 80s, guarda un registro de esas discusiones sobre las que se estaba repensando la indigeneidad en aquella época.

Manifiesto Guambiano: Cartilla, ACEINEM, Pasto, 1980 (Fundación Colombia Nuestra), © Karla Escobar

Podemos afirmar que si bien la reflexión por la indigeneidad desde sus actores ha apelado usualmente  al “pasado inmemorial” y a la “ancestralidad”, esta reflexión se ha cimentado en una lectura siempre crítica sobre la ciudadanía y sus significados en el contexto histórico en la que se produce. “Ser indígena” y lo que ello implíca sólo es descifrable a partir de las historias y experiencias locales que son infinítamente diversas alrededor del mundo y que no se limitan a la defensa de tradiciones culturales en territorios específicos.

Ahora bien, a pesar de los grandes logros en materia de diseños legales que no sólo han cambiado ordenes contitucionales sino que se han reafirmado a nivel internacional en la UNDRIP, las poblaciones indígenas alrededor del mundo -no sólo las colombianas- siguen estando en un altísimo grado de vulnerabilidad. Sus derechos, si bien están consagrados y reconocidos, aún están lejos de ser una realidad. Esto nos enfrenta a la pregunta -viejísima y quizás irresoluble- sobre el papel que tiene el derecho para la transformación de la sociedad.

El derecho y la pregunta por la cultura

Timoté – El Bolchevique, Mayo 4 1935 (Biblioteca Nacional de Colombia), © Karla Escobar

Hace casi un siglo, José Gonzalo Sánchez, líder indígena de Totoró se hizo esa misma pregunta y las respuesta que dio, fue la razón de su separación del Lamismo, movimiento indígena que surgió en el Sur Occidente colombiano, a principios del siglo XX, el cual estaba articulado alrededor de la figura de Manuel Quintín Lame. Este defendía la idea de que el camino hacia el progreso y a la emancipación sólo sería posible cuando los indígenas conocieran los derechos que tenían consagrados en la ley y la usaran a su favor. Según él, era la ignorancia respecto a la ley la que los tenía condenados a la opresión. Sánchez compañó a Lame desde muy jóven; su proceso de aprendizaje en lecto-escritura estuvo atravezado por la escritura de memorales a las autoridades y por la lectura de las leyes de la nación.  Después de múltiples derrotas en las cortes, Sánchez llegó a la conclusión de que apelar al derecho no iba a cambiar nada, debido a que el derecho mismo -en tanto marco discursivo para reclamar derechos-, era el mismo marco normativo sobre el que se sustentaba la dominación. Su reflexión por supuesto venía del Marxismo, pero sobre todo, de la experiencia en las cortes. Con esta idea se separa de Lame y participa en la creación del Partido Comunista Colombiano junto a otros indígenas como Eutiquio TImoté quién fue el primer candidato a la Presidencia de la República del PCC. Desde allí, ambos defendieron la idea de la autonomía y de una revolución mancomunada entre indígenas, blancos, mestizos y negros que finalmente los llevaría a la emancipación.

Su lucha, como suele suceder en Colombia, no tuvo un final feliz. Sánchez fue asesinado en 1949, Timoté en el 1952 (ca.), al igual que otros líderes militantes del PCC que lideraron procesos de recuperación de tierras más adelante.  La lucha anticomunista, a lo largo del continente, haría que progresivamente las bases indígenas diseñaran otros caminos hacia la transformación.

Voz Proletaria, Noviembre 1978, © Archivo de los Derechos Humanos

Como lo ha mostrado Brett Troyan, para esta transformación fue central el fortalecimiento del discurso étnico como característica escencial de los movimientos indígenas de los 80s, elemento que lograba establecer distancia con otros sectores (en especial con los comunistas) y mostraba un nuevo camino para comprender la ciudadanía indígena. La figura de Sánchez quedó por mucho tiempo en el olvido a pesar de lo importante de su labor en la lucha por los derechos indígenas en la primera mitad del siglo y su figura fue mas recordada en el movimiento obrero a pesar de haber sido un ferviente defensor de los intereses de los suyos.

El olvido de Sánchez dialoga con la creación de una ciudadanía indígena nueva, la cual tenía en su corazón, recuperar lo que consideraban perdido: su lengua, sus costumbres, sus formas de poblar y habitar el territorio y, por supuesto, sus tierras. Aquellos que contaban con títulos, pero habían perdido su lengua, se concentraron en reconstruir, a partir de recursos muy distintos, su “indigeneidad perdida” y con ello imaginar otras formas de ejercer su ciudadanía y reclamar sus derechos. Este ha sido el panorama hasta el día de hoy, el cual, si lo vemos en términos jurídicos, ha sido bastante exitoso. Tan exitoso ha sido que las comunidades afro y campesinas han empezado a transitar caminos similares, logrando importantes triunfos. Recientemente, en noviembre del 2018, la Asamblea General de las Naciones Unidas emitió la Declaración de los Derechos de los Campesinos y otras Personas que Trabajan en las zonas rurales, declaración que se dio después de muchos años de activismo. Ahora bien, con todos esos triunfos, que por supuesto celebro ¿por qué estas herramientas parecen quedarse cortas? ¿acaso Sánchez tenía razón?

En este momento no estoy dispuesta a creer que tenía razón -no todavía-, pero si me uno a su reclamo de revisar las condiciones estructurales que perpetúan la opresión de los pueblos. En el caso de Colombia, no es posible garantizar los derechos de los pueblos indígenas, comunidades negras y campesinas en medio de la interminable guerra contra las drogas (apoyada por la ONU), la cual lo único que ha dejado es una cantidad innumerable de muertos, deforestación y desplazamientos forzados, entre otras múltiples desgracias de las que somos víctimas todos los colombianos. Tampoco habrá posibilidad de velar por los derechos de estas mismas poblaciones si no se cuestiona el modelo económico mundial. La reafirmación internacional de derechos locales debe pasar por esa crítica y debe construir sobre ella. No puede seguir siendo -como dice el adagio popular- “un parche en una nalga, cuando el dolor es de muela”.

El tiempo y la transformación

Hace un par de años, en un congreso internacional, una investigadora que estudiaba el papel del litigio estratégico en diferentes países latinoamericanos, citaba a Francia Márquez (hoy vicepresidenta de la República de Colombia, pero quien para esa época no era una figura política como lo es hoy) quien señalaba que lo que permitía el litigio en su comunidad era “ganar tiempo”. Ese tiempo que se ganaba en el pleito debía servir para establecer alianzas, para movilizarse, para crear nuevas estrategias. Hoy escribiendo este texto me pregunto si esa “ganacia de tiempo” no se ha hecho también en el sentido contrario; si el reconocimiento de derechos sin cuestionar los contextos y sistemas normativos que perpetúan la opresión, no es una forma de “ganar tiempo” para perpetuar de otra manera esos mismos sistemas.  Mi pregunta puede sonar injusta y quizás obnubila las enormes transformaciones en el escenario político alctual, como el hecho de que Márquez hoy sea Vicepresidenta y de que nuestra embajadora ante las Naciones Unidas, sea la activista indígena del pueblo Arhuaco Leonor Zalabata, pero es importante seguirla haciendo.

Y es que en medio de estas “ganacias de tiempo” de diferentes ordenes, el tiempo pasa y el mundo se transforma. Los pueblos indígenas de hoy no son los mismos de los 80s ni los 90s,  estos han transformado sus formas de existencia, así como sus intereses políticos y formas de movilización. La guerra, la escacés de tierras y las oportunidades laborales limitadas -por ejemplo- los han llevado a los centros urbanos. Allí, han construido nuevas territorialidades, nuevas formas de ser indígena en la ciudad, nuevas instituciones que no están contempladas formalmente en las leyes -un ejemplo de ello son los cabildos interculturales urbanos- y, con ello han surgido nuevas necesidades, nuevas demandas, nuevas formas de concebir la ciudadanía y de reclamar nuevos lugares en los discursos nacionales. En el camino transitado hacia la reafirmación de derechos y en el fracaso de no verlos respetados, los pueblos indígenas también han transformado sus costumbres y muchos de ellos han creado nuevas formas de ser indígenas; no es la primera vez que sucede y no será la ultima, nuestras  identidades (las de todos, todas y todes) se transforman permanentemente, así como nuestra forma de pensar nuestro lugar en el mundo. En ese contexto, me pregunto ¿podrán entonces los sistemas normativos vigentes lidiar con estas transformaciones? ¿podemos decir realmente que la UNDRIP, después de 15 años, ha logrado transformaciones que de otra manera no se hubieran alcanzado? Quizas debamos esperar algunos años más para hacer un mejor balance, el problema es que para muchos pueblos, el tiempo se agota.


This blog entry is part of a series of blog posts on the UNDRIP and its significance from a legal historical point of view.


Cite as: Escobar, Karla: ¿Un parche en una nalga, cuando el dolor es de muela? A propósito de los 15 años de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los pueblos indígenas, legalhistoryinsights.com, 01.11.2022, https://doi.org/10.17176/20221103-132431-0

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