A principios de este año, en Transmedia HistoryTelling en vivo, mis colegas Zeynep Caglar y Luisa Coutinho se reunieron para charlar con la fotógrafa Gesine Born, quien trabaja con Inteligencia Artificial para reivindicar las figuras de las mujeres en la ciencia a partir de imágenes ficcionalizadas. Si bien el trabajo de Born se centra en la historia de las mujeres blancas europeas, el ejercicio creativo desarrollado nos ayudó a acercarnos a diferentes preguntas clave para quienes queremos explorar las posibilidades que abre la IA para la construcción de nuevas narrativas en la historia. En la entrevista con Born hablamos particularmente de los sesgos de la Inteligencia Artificial y de las posibilidades que la visualización de tales sesgos nos abre para pensar otras narrativas históricas.
Al llegar a mi casa esa tarde, decidí empezar a jugar con la IA, intuyendo los resultados que encontraría. El primer ejercicio que hice fue pedirle a DALL-E la imagen de un historiador (a historian). La imagen que me arrojó, como me esperaba, era la de un hombre blanco de mediana edad trabajando solo en un escritorio, usando trajes con distintos niveles de formalidad.
Seguidamente, le pedí que creara un contexto más realista de historiadores trabajando.
El resultado no fue significativamente distinto, esta vez había tres hombres trabajando en el mismo escritorio, aunque variando la edad. Le pedí, entonces que me creara una imagen de historiadores trabajando con la gente. Allí, por primera vez aparecieron imágenes un poco más diversas, en este caso apareció por primera vez un historiador no blanco y el público empezó a diversificarse a nivel cultural, racial, de género y por edad; sin embargo, el tropo del historiador fue el mismo: un hombre de mediana edad que, a diferencia de la imagen solitaria anterior, hablaba con gente que atentamente le escuchaba.
El relato de esta experiencia no busca hacer una crítica a los ya bien sabidos sesgos de la IA. Es claro que esta produce imágenes a partir de la información que habita en la red y, en ese sentido, sus sesgos hablan de nosotros mismos y de nuestros propios prejuicios sociales. Aunque las historiadoras e historiadores al rededor del mundo somos de diferentes culturas, géneros, colores y tamaños, el arquetipo del historiador sigue respondiendo a una idea de disciplina caracterizada por ser eurocéntrica y patriarcal. Este arquetipo se sostiene sobre la idea de que el conocimiento histórico se construye de manera unidireccional y que, por tanto, la labor del historiador es la de develar el conocimiento que se encuentra en los documentos y libros antiguos y -si quiere- comunicar ese conocimiento a unos “otros” que lo reciben de forma pasiva o con el consabido propósito de “no repetir” desastres aparentemente predecibles.
La imagen del historiador solitario en su biblioteca se corresponde a otra imagen arquetípica igual de ficticia: la del científico. Este, al igual que el primero, también tiende a retratarse como un hombre blanco de mediana edad el cual construye su conocimiento, ya no en una biblioteca, sino en un laboratorio. El primero tiene una lupa, el segundo seguramente tendrá una bata blanca y un microscopio. En la cultura popular, estos seres fantásticos son retratados como individuos incomprendidos que ven más allá de lo evidente y que además no gustan mucho de ir al peluquero ni de entretenerse en actividades mundanas. Si queremos ponerle un poco más de sabor a la trama, podríamos decir que estos seres son la versión masculina de Casandra, bendecida con el don de saber la verdad del mundo, pero condenada a que nadie le escuche o le crea. Esta narrativa se encuentra en múltiples espacios de la cultura popular y aunque muchos la reconocemos como falsa, sostengo que tiene un poder estructurador muy grande para la disciplina.
Aunque el arquetipo del historiador solitario es atractivo y es un buen personaje de ficción, sabemos que, aunque pasamos mucho tiempo en los archivos y bibliotecas, el proceso de construcción de conocimiento está lejos de ser un ejercicio individual. Nuestras aproximaciones a los documentos usualmente van de la mano de la creación de una pregunta de investigación la cual no solo se desprende de la lectura de la documentación, sino también de un ejercicio de reflexión historiográfica. No obstante, nuestra lectura de la documentación es el resultado de ejercicios interpretativos y comunicativos que no sólo tienen lugar de modo escrito, sino que, por el contrario, son particularmente orales (y visuales). Todos y todas sabemos que una investigación no podría llevarse a cabo exitosamente sin las charlas con bibliotecarios, archiveros, colegas, amigos, amigas y otras clases de interlocutores que aportan información, preguntas e incluso interpretaciones. Tales ejercicios interpretativos son mediados y posibilitados por otros órganos colectivos, tales como instituciones educativas y de investigación, así como también las entidades de financiación. Es decir, aunque nuestras interpretaciones sean escritas en la soledad de nuestras oficinas y nos guste creer que son el resultado de nuestra propia genialidad, están sostenidas por un entramado de ejercicios comunicativos colectivos, que el arquetipo del historiador solitario en su escritorio borra por completo.
En esta entrada sólo quiero hablar del arquetipo del historiador solitario y no hablaré sobre otras problemáticas ligadas al género, clase y etnia, que también podrían discutirse a partir de las imágenes que produce la IA. La pregunta que deliberadamente busca ser provocadora es: si todos sabemos- a partir de la experiencia- que la historia no se escribe en solitario, es decir, que no es lo que muestra la IA ¿por qué la mayoría de los diseños institucionales académicos suelen responden a este arquetipo?, ¿qué se ha dicho en América Latina al respecto?, ¿cuál es nuestra posición al respecto?
Las preguntas por lo colectivo en el pasado en América Latina: el caso de la obra Causa Popular, Ciencia Popular (1972)
El proceso de profesionalización de la disciplina histórica de la segunda mitad del siglo XX en América Latina, vino acompañado de un ejercicio de reflexión permanente que buscaba responder a las preguntas sobre cómo, por qué y para qué hacer historia. Además de ello, muchos académicos se embarcaron en tratar de resolver la pregunta por lo colectivo dentro de los procesos de creación de conocimiento en las ciencias sociales, en general, y del conocimiento histórico, en particular. Las respuestas a estas preguntas fueron diversas y tuvieron muy distintos tonos ideológicos. Como lo charlamos con la historiadora colombiana Verónica Salazar Baena en el mes de abril, la creación de las Facultades de Ciencias Sociales -en tanto espacios en los que surgirían las primeras críticas a las historiografías nacionalistas- persiguieron un objetivo transformador de la realidad a partir de modalidades y principios que estaban en permanente discusión.
Los años 70s marcarían el inicio de una reflexión colectiva y global sobre el papel del “pueblo” en la creación de conocimiento. La obra Causa Popular, Ciencia Popular (1972), escrita por Víctor Daniel Bonilla, Orlando Fals Borda, Augusto Libreros y Gonzalo Castillo, publicada por La Rosca de Investigación y Acción Social en Colombia, hizo un llamado directo a romper la relación “sujeto-objeto” en los procesos de construcción de conocimiento y a que los científicos sociales manifestaran, de forma clara y transparente, los objetivos políticos y sociales que perseguían. Criticaron fuertemente la idea de la “neutralidad” como base de la creación de conocimiento científico y señalaron como esta supuesta neutralidad sólo servía para avalar “las atrocidades del sistema vigente”. Las discusiones que se empezaron a entablar a nivel local no estaban aisladas de preocupaciones similares en otras regiones del sur global. Como lo muestra, Orlando Fals Borda en su discurso para aceptar el Oxfam/Diskin Lecturship Award en el año 2007, la preocupación de los científicos sociales por pensar su lugar como ciudadanos unió intelectualmente a académicos de la India, Tanzania, Brasil, México y Colombia, entre otros. Aunque sus discusiones eran locales y circunscritas a la esfera nacional; la reflexión metodológica atravesó la dimensión práctica de las mismas. Si bien muchas de sus preocupaciones estaban relacionadas con las luchas contra el latifundio y la defensa de los derechos humanos, una buena parte del análisis de estas problemáticas estaba fundado en un ejercicio de reflexión histórica a partir de contextos de acción colectiva. En el caso de Causa Popular, Ciencia Popular, por ejemplo, la metodología propuesta debía:
“1. Constituir una experiencia de análisis, síntesis y sistematización realizada por personas involucradas en los procesos como cuadros comprometidos a varios niveles de estudio-acción; y 2. (…) ceñirse a diversos modos de aplicación local según alternativas históricamente determinadas” (p. 25)
Mediante este ejercicio se buscó valorar las interpretaciones hechas directamente por los grupos tradicionalmente concebidos como “objetos de estudio” y se les reconocía y aseguraba su derecho de usar los datos recogidos durante el proceso de investigación para la lucha política. Esta propuesta metodológica, nombrada en ese momento como “estudio-acción” no debía ser concebida como una suerte de recetario, sino que se esperaba, debía ir transformándose según las poblaciones y circunstancias.
El modelo replanteaba el uso del concepto de “inserción” en las comunidades, el cual para ese entonces era ampliamente usado en el diseño de planes de desarrollo, por ejemplo. La “inserción” fue criticada por los autores por las consecuencias locales que traía; a su parecer, esta, más allá de diagnosticar problemáticas y hacer más legítimas las políticas públicas, era usada para “manipular”, “agitar” y en algunos casos incluso “agudizar conflictos” en las comunidades y no para transformar positivamente las mismas. Según ellos, debido a que la relación entre las comunidades y los investigadores que usaban esta práctica no estaba fundada en un interés común de transformar el orden social imperante.
Dentro de las instituciones que hacían uso de esta técnica los autores mencionaron grupos de muy distintas filiaciones: los proyectos misionales de distintas comunidades religiosas como el Instituto Lingüístico de Verano, el Plan del Noroeste de Evangelización y Desarrollo de la Iglesia Presbiteriana, el Plan de Desarrollo del Catatumbo de la Fundación Minuto de Dios y la Acción Cultural Popular y sus Escuelas Radiofónicas fueron destacados, así como también se mencionaron grupos y actividades promovidas directamente por el estado como los proyectos de desarrollo comunitario, la acción cívico-militar y los Cuerpos de Paz, así como también grupos de izquierda definidos por los autores como “desenfocados”. El llamado de atención que hacían Bonilla, Fals, Libreros y Castillo sobre el uso de la “inserción”, da cuenta de que la preocupación por lo colectivo no era necesariamente una bandera ideológica de un grupo concreto. Mal que bien, la llamada “inserción” también buscaba quebrar la horizontalidad en el proceso de construcción de conocimiento para dar legitimidad local a las transformaciones que se proponían desde afuera.
El “estudio-acción”, del que se hablaba en la obra, tenía en su corazón una crítica historiográfica en la medida en que hacía un llamado a comprender de forma clara las características de las sociedades estudiadas; en particular “las raíces históricas de las condiciones que dinamizan la lucha de clases en la región”. Este conocimiento de la historia, no solamente resaltaba la importancia del trabajo de archivo y la crítica de fuentes, sino también la interacción con los pobladores y la participación de los mismos en el proceso de investigación. Además de ello, se establecía que se debía “devolver” a los sectores o grupos claves los resultados de la investigación “con miras a lograr una mayor claridad y eficacia en su acción” (pp. 45). A este ejercicio de “devolución” le llamaron “recuperación crítica” y fue un elemento característico de las distintas iniciativas que usaron este tipo de técnicas. Estos principios serían la base de lo que después se llamaría la “Investigación-Acción Participativa (IAP)”.
Una nueva historia para un mundo nuevo
Las discusiones sobre las que se constituyó la IAP se dieron de forma paralela al proceso de profesionalización de la disciplina histórica en Colombia, con puntos de encuentro y desencuentro. Si bien, por ejemplo, la “recuperación crítica” de la que hablaron los autores de Causa Popular, Ciencia Popular, no excluían la necesidad de un ejercicio de investigación de archivo juiciosa, crítica y centrada en los procesos, más que en personajes; señalaban, por otro lado, que este ejercicio debía ser complementado con el estudio de las tradiciones y en especial de “aquellos elementos o instituciones que han sido útiles para enfrentarse, en el pasado, a los enemigos de las clases explotadas”, iniciativa con la que los primeros historiadores profesionales, no estaban identificados del todo.
Estas tensiones pueden evidenciarse en los debates que produjo la publicación de la Historia doble de la Costa, escrita por el sociólogo Orlando Fals Borda y publicada en tres tomos entre 1979 y 1984. La Historia doble, había sido un trabajo de largo aliento junto a las comunidades de la Costa Caribe colombiana. En su obra, Fals buscó incluir no solamente las voces de las poblaciones, al incluir en el ejercicio de investigación entrevistas y “archivos de baúl”; es decir, archivos familiares con diferentes tipos de documentación privada los cuales eran discutidos con los pobladores. Además de ello, Fals estructuró el texto en dos canales, uno teórico, dirigido al público académico y otro descriptivo dedicado al público general.
Si bien el interés de Fals por incluir diversos tipos de fuentes primarias y por dirigirse a públicos más diversos era compartido por muchos historiadores; las discrepancias en el método eran significativas. Aunque las reseñas de los historiadores Mauricio Archila y de Charles Bergquist destacaron la relevancia social de este tipo de iniciativas, fueron también bastante críticos a la propuesta historiográfica planteada por Fals. La crítica de Bergquist, sostuvo:
“Like many social scientists who engage in the task of writing about the past, Fals ignores or violates each of the three principles of the historical method. Viewed from the perspective of the discipline of history, his work thus deforms the past, renders it uncritically, and makes it of doubtful utility for sound social action. Be that as it may, readers of the Historia Doble cannot fail to be impressed by the magnitude of Fals’s endeavor, the scope of the research effort it entailed, and the wealth of empirical information that the work contains, particularly on popular culture and resistance. Whatever one’s judgment of the analytical and interpretive value of the work and the merits of its method in turning history into a powerful tool for social transformation, the value of much of the new information presented by Fals on a largely neglected subject is beyond dispute.”
Los tres pilares del método histórico que según Bergquist no eran seguidos por Fals eran: el análisis historiográfico sobre la región, la lectura crítica de las fuentes primarias usadas – es decir, a partir del contraste entre fuentes primarias oficiales y no oficiales- y finalmente, la conexión entre lo descriptivo y lo teórico como base de la construcción de una narrativa histórica. Este último aspecto estaba en directa relación con la estructura narrativa elegida por Fals para aproximarse a otros públicos en la que dividía lo teórico de lo descriptivo, ejercicio que se alejaba de la narrativa histórica en donde ambas dimensiones deben ir entrelazadas.
Las críticas, no obstante, no planteaban una solución frente a la progresiva falta de comunicación entre el trabajo de los historiadores profesionales y la ciudadanía en general. Los programas universitarios estructuraron sus programas educativos en el aprendizaje y reflexión del método historiográfico, dejando de lado el papel de la colectivización de los procesos de investigación. Tal decisión parecía perseguir la promesa de que la mirada supuestamente imparcial y objetiva aportaría más a la construcción de ciudadanías críticas que una ideologizada. Así, a los y las historiadoras que nos formamos hacia finales del siglo XX, se nos instruiría de forma intensa primero en las corrientes historiográficas europeas, después en las de los Estados Unidos, y finalmente estudiaríamos muy superficialmente este tipo de propuestas historiográficas locales provenientes de otras disciplinas. A pesar de que estas últimas tuvieron un importante peso en la formulación de políticas públicas, en la articulación de reflexiones que alimentaron la movilización social e hicieron presencia de diferentes maneras a lo largo de toda América Latina en áreas como el cine documental.
Es importante tener en cuenta que, en un principio, los trabajos de los primeros historiadores profesionales en Colombia tuvieron un gran interés por la difusión del conocimiento histórico, particularmente en contextos pedagógicos. Como lo señala Cataño, este interés estuvo detrás de la profusa creación de manuales de historia; así como de otros tipo de publicaciones de tipo divulgativo como los fascículos ilustrados de la Revista Credencial Historia, cuyas 171 entregas alcanzaron a rebasar los 70.000 ejemplares mensuales, para que pudieran ser usados no sólo en colegios y universidades, sino también por el público general. Los que aprendimos de esas primeras generaciones de historiadores, nos maravillamos ante la gran cantidad de historias que se podían contar de nuestro país, nos enamoramos del trabajo de archivo y nos admiramos de la crítica, el escepticismo y el coraje frente al cual nuestros profesores y profesoras se enfrentaban a los remanentes de la vieja historia nacional, llena de héroes anquilosados. Llama la atención entonces que haya sido, esta misma historia profesional, la que progresivamente fuera fortaleciendo el arquetipo del historiador solitario sentado en su biblioteca, rodeado de libros y después, de revistas.
Los académicos interesados en la reconstrucción de narrativas históricas a partir del uso de métodos participativos y colaborativos tomaron otros rumbos. Estos, al trabajar de cerca con los movimientos sociales, tuvieron que hacer uso de herramientas más variadas como reuniones comunales, video documental, obras de teatro, dibujos, música, murales, cómics y cartillas, entre muchos otros, a través de los que se compartía y discutían problemas, historias, costumbres, expectativas y deseos sobre el orden circundante en las comunidades en las que trabajaban. Las traducciones de esas experiencias eran a su vez compartidas en conferencias, artículos e informes con colegas y funcionarios de diferentes latitudes y en diferentes idiomas. Los capitales políticos y culturales de cada uno de los actores fueron centrales para conectarse con redes de saber-poder más globales. Así pues, la voz de Fals Borda, como académico educado en Estados Unidos y con importantes conexiones políticas a nivel nacional como internacional, tuvo una mayor resonancia que la de otros académicos locales también comprometidos con causas similares. Tal es el caso, por ejemplo, de Víctor Daniel Bonilla, quien trabajó de cerca con el naciente movimiento indígena del Cauca, pero cuya resonancia internacional no fue igual a la de Fals.
Científicos sociales de diferentes posiciones políticas buscaron dar respuesta a la pregunta por el saber histórico y su papel para la construcción de nuevos ordenes políticos. Aunque algunos buscaron centrar su mirada en la idea de la emancipación como el objetivo de la construcción de conocimiento histórico en el Tercer Mundo, hubo también muchos otros que fijaron su mirada en el desarrollo y en el diseño de estrategias para llegar a una modernidad anhelada. Un ejemplo de la variabilidad de reflexiones respecto a las formas apropiadas de construcción de conocimiento colectivo está inscrito en la propia la historia de la Investigación Acción Participativa (IAP) que, si bien, como vimos surgió como propuesta alternativa a formas conservadoras e individualizantes de producción de conocimiento para la transformación, progresivamente fue adoptada por instituciones de naturaleza opuesta. En el año 2007, Fals Borda describió este proceso así:
“Entre fuegos cruzados, quienes persistimos con la IAP buscamos apoyos internacionales -en Holanda, Suecia, la Iglesia Presbiteriana de los Estados Unidos-, intensificamos nuestras labores con libros y revistas que recuperaron la historia popular y los héroes del pueblo y alimentaron la antiélite juvenil. Fueron grandes los riesgos y hubo matanzas. Yo mismo me salvé de algunos trances. (…) Mientras tanto empezó la cooptación de la metodología participante en universidades, gobiernos y agencias internacionales como viene dicho. La IAP dejo de ser mal vista, y mis antiguos alumnos empezaron a ocupar ciertos puestos directivos en instituciones importantes. Algunos llegaron a ser ministros y viceministros. Hasta el actual presidente de la República, Álvaro Uribe, llegó a participar en la inauguración del último congreso mundial de IAP hace pocos meses” (p. 17)
No solo ello, como lo señala también Fals, el Banco Mundial pronto tendría su propio equipo participativo, así como las Naciones Unidas. Sobre el tema, Majid Rahmena, en 1990, hizo una fuerte crítica al enarbolamiento de la Investigación-Acción Participativa (IAP) como metodología para la transformación y mostró como su uso en su versión más desarrollista habría desvirtuado su propósito emancipador inicial. En su escrito señaló varias razones para dar cuenta de esta transformación, entre ellas estaba la idea de que la participación ya no era percibida como una amenaza y que, por el contrario, se había convertido en un eslogan políticamente atractivo; además de ello, señaló como su uso en el ámbito de la empresa privada era económicamente ventajosa y como su uso estratégico se había convertido en la base de los procesos de inversión y de recaudación de fondos; es decir, la participación en clave neoliberal, le estaba sirviendo particularmente al sector privado para impulsar la privatización del desarrollo. Además de ello, daba cuenta de los limitantes que la metodología tenía para la creación efectiva de relaciones horizontales dentro de los procesos de producción de conocimiento colectivo, crítica que fue compartida por otros académicos locales, como Luis Guillermo Vasco, entre otros, quienes manifestaron tener reservas en particular con el concepto de “devolución del conocimiento” y las relaciones paternalistas que esta idea reproducía.
La metodología también se fortaleció en el ámbito de lo educativo, debido a la relevancia que tuvo la educación de adultos en el llamado Tercer Mundo, y con su espíritu desarrollista, lentamente fue perdiendo sus dientes. En mi caso particular, aprendí de la IAP en mi trabajo como docente interesada en la enseñanza de la Historia y de las Ciencias Sociales en ámbitos escolares, pero confieso que su conocimiento estuvo más relacionado con lo técnico. Y es que los que hemos dedicado tiempo a la enseñanza sabemos que, si bien nuestro trabajo se fundamenta en la idea romántica de “hacer un mundo mejor” o de “educar para el cambio”, nuestro trabajo se consume en el día a día en la meta de “educar para encajar”, en buscar que los estudiantes cumplan metas, aprendan objetivos temáticos preestablecidos, desarrollen habilidades muchas veces estandarizadas y libren bien sus exámenes estatales.
El anhelo de una “nueva historia para un mundo nuevo” hizo presencia a lo largo de toda América Latina de formas muy distintas. Tal llamado no fue un simple ejercicio de regurgitación de los debates historiográficos y metodológicos que estaban llevando a cabo los promotores de la Nueva Historia europea o de la Investigación-Acción estadounidense; en la práctica los ejercicios de reflexión historiográfica fueron plurales e incluyeron importantes apuestas políticas que buscaron ofrecer al público general nuevas narrativas sobre el pasado nacional y que tuvieron importantes impactos en la esfera política. Por supuesto, estas discusiones no estuvieron libres de conflicto y cada una vino con sus propios éxitos y fracasos.
Ahora bien ¿por qué es importante seguir imaginando caminos para la creación colectiva de conocimiento hoy?
Continuar con la segunda parte
Bibliografía
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Bergquist, Charles. In the Name of History: A Disciplinary Critique of Orlando Fals Bordás Historia doble de La costa. Latin American Research Review. 25(3), 1990, 156-176. https://doi.org/10.1017/S0023879100023608
Bonilla, Víctor; Fals, Orlando; Castillo, Gonzalo; Libreros, Augusto. Causa Popular, Ciencia Popular. Publicaciones La Rosca, 1972. https://sentipensante.red/letras/causa-popular-ciencia-popular/
Cataño, Gonzalo.La Nueva Historia y sus predecesores. Revista de Economía Institucional. 20, 39 (jun. 2018), 119–158, 2018, https://doi.org/10.18601/01245996.v20n39.06
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Fals Borda, Orlando. Historia doble de la Costa. Tomo 1, Tomo 2, Tomo 3 y Tomo 4
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Cite as: Escobar Hernández, Karla L: Del investigador solitario y otras ficciones / I, legalhistoryinsights.com, 15.08.2024, https://doi.org/10.17176/20240925-170804-0